El juramento Edith Moncada
“Del nicho helado en que
los hombres te pusieron,
te bajaré a la tierra humilde y soleada”.
te bajaré a la tierra humilde y soleada”.
Gabriela Mistral
Le
había amado con locura. ¿Por qué se ama en demasía a otro? ¿Por qué tener el pensamiento
concentrado en un solo ser, habiendo tantos? ¿Por qué repetir su nombre en
silencio, callada para que nadie se entere? Repetir ese nombre en el alma, en
la boca, continuamente como agua que cae de un manantial, y escuchar el sonido
que se siente. Así taciturna, temblando no de frío, ni de pena, temblando
porque se quiere, porque se ama.
Le
amé como a ninguno, aunque hubo otros que si me amaron, pero eso es otra
historia.
Le
conocí y le amé. Le amé como niña, como
adolescente y luego como mujer. Me encumbré a sus brazos y me tomé de su cuello
para enlazarlo a mi boca y ofrecerle mis besos. Viví con él cada minuto como si
fuera un año entero. Si dormida estaba, el estaba en mi cuerpo, en mi cabeza,
en mis pensamientos. Día y noche su voz, su cara, sus manos en mí, y yo en él.
Así
pasó más de un año. Nuestro amor fuego
intenso. ¿Qué quién amó más? eso no tiene peso. Nos amábamos y el mundo en esos
instantes era nuestro, tan nuestro como
el aire que respirábamos.
Y
un día el murió, ¿Cómo? No lo se, hace tiempo que no se nada.
Una noche llegó a su casa muy mojado, porque llovía torrencialmente, y a toda hora tosía, y
tosía. Tosió durante una semana, tuvo que guardar cama.
Nadie
me contó nada, no había como contarlo.
Dicen que el médico recetó medicinas, Sus ojos
brillaban de fiebre, y su mirada era triste. Sus manos temblorosas y su
cuerpo caliente, sudaba y su ropa olía a dolor.
Cuando
un hijo lo visitó le preguntó qué sentía, sus ojos lloraban. Entonces le preguntó si quería
llamar a alguien, pero dicen que no dijo
nada. Eso parece, ya no recuerdo bien si
fue así lo que supe después.
Yo,
en su ausencia me volví loca de amor, no sabía lo que pasaba, y mi cabeza hacía
conjeturas y nada me parecía real.
Esperé, esperé días y noches muriendo de
agonía, en mi corazón presentía algo malo, que algo pasaba, pero ¿qué era?, no lo podía sospechar.
Mi
desventura empeoró. Salí a buscarlo y no supe donde buscar.
Cuando
dio el último suspiro, no lo acompañé. ¡Ay! Dios ¡qué dolor!
Cuando
lo supe, estaba ya enterrado, enterrado. ¡Ay! ¡Dios mío!, ¡Dios mío!
Mis
lágrimas inundaron la ciudad, corrí como
loca, por calles que nos habían visto
pasar, grité su nombre al viento, muchas veces, muchas veces,
hasta que mi voz se apagó.
Deambulé maldiciendo las horas que no estuve con él. Nadie supo de mi pena,
nadie supo de mi dolor, todos pasaban sin mirarme y el que miraba movía la cabeza
creyéndome loca.
Llegué
a mi casa esa tarde, en que yo, no era yo. Era una sombra de lo que había sido.
Me detuve frente
al espejo donde me contemplaba cuando salía a su encuentro. Mis ojos
clavados en el cristal buscaron los suyos, busqué sus manos
al tocarme, sus labios al besarme su aliento al decirme amor. No había
nadie allí, estaba sola yo, el espejo me miró burlón. Alcé mi dedo y toqué el
espejo tan frío que me entumecí.
¡Oh! Cuánto dolor
puede soportar el alma.
¿Por
qué él?
¿Por qué no yo? Mi
conciencia gritó, no lo puedo repetir.
Sufro
de manera indecible, ya no hay sonrisa para mis labios, nada la hará sonreír. Te has ido amor mío, te has ido y no me lo dijiste.
Por
la noche al intentar dormir, me vino tu imagen. En el ataúd, inerte, frío. Y
ahora bajo tierra, descompuesto ¡Qué
horrible! Mis sollozos se escuchaban en toda la cuadra.
Me
levanté , caminé sin saber a dónde ir,
sin desearlo siquiera mis pasos me
llevaron al cementerio.
Encontré
su tumba, una cruz de cuarzo blanco decía; “Amó y
murió amando a su mujer”
Me
senté en el suelo, y te hice mi juramento;
“Amarnos hasta más
allá de la muerte”
Qué
importa que nadie lo supiera, yo si sabía que tú me amabas y eso era suficiente.
Me
levanté después de muchas horas de no
entender nada. Mis ojos cansados de
llorar recorrieron las tumbas estaban por todas partes, y el silencio, brutal.
Me alejé sin saber a donde mis pasos me llevaban.
Me
di cuenta que allí no había nada, no, tú no estabas aquí. Aquí sólo estaba tu
nombre. Tu alma, tu esencia permanecía
conmigo, la sentía, lágrimas de felicidad me inundaron, y me aquieté…Miré a
todos lados, vi cruces viejas carcomidas por el tiempo, flores marchitas olvidadas como aquellas tumbas. Unos rosales a lo
lejos vislumbré, alimentados me dije con
carne humana y fluidos que seguramente las raíces buscaban para poder vivir, ¡oh! qué loco pensamiento.
Cuando
empezó a oscurecer, me refugié al lado
de una tumba, y me escondí entre las frondosas y sombrías
ramas de un árbol. ¿Para qué? No
lo se. Hay cosas que ya no tengo claras.
Cuando
la luna asomó, me sentí libre para
abandonar mi refugio, y eché a andar lentamente, sutilmente, hacia el lugar
donde dormías. Anduve sin miedo, nada me
turbaba.
Pronto me di cuenta
que estaba perdida, no podía
encontrar la tumba de mi amado. Seguí el sendero, mis ojos miraban los nombres y el suyo no aparecía.
Toqué lápidas, cruces, di vuelta
floreros en busca del suyo. Me puse de rodillas y gateé como una niña en busca
de mi amado. Se hizo de noche y no la
encontré.
Cuando pasaron los minutos me vino el miedo,
la oscuridad y el silencio me sobrecogió. Salté de tumba en tumba, en todas
partes tumbas, aparecían como hormigas
ante mí.
Mi
corazón latía fuerte, escuchaba mi
propia respiración, agitada en frenética búsqueda.
Y
entonces oí algo más. ¿Qué? Un ruido
difuso, indefinible. ¿Qué pasaba, era mi
cabeza o venía de debajo de la tierra?
Pero debajo no hay nadie me dije, están
todos muertos. Y los muertos no hacen ruido. Me quedé temblando. ¿Cuánto
tiempo? Segundos quizás, pero lo sentí eternos. Mis ojos miraban con terror,
algo me decía que huyera, pero mis piernas
no me obedecían. Pensé que me daría un ataque y moriría allí mismo.
De pronto
un leve temblor. Tiembla me dije, y agudicé mi vista y el oído. Sentí que la losa de
mármol donde estaba arrodillada se movía. Se movía como si alguien quisiera correrla, y supe que no era temblor. Di un salto que me llevó a otra
tumba vecina, y vi, ¡sí! ¡vi! claramente
como se levantaba. Luego apareció el muerto en sus ojos había dolor. Lo
noté a pesar de que estaba a cierta distancia. En la cruz de su lápida
leí.
“Aquí
yace Jaime Olivares, que murió a la edad de cincuenta y tres años. Amó a su familia, fue bueno y
murió en la gracia de Dios”.
El
muerto cogió una piedra pequeña y puntiaguda que estaba en el suelo, y empezó a
borrar las letras con prolijidad. Las borró una a una .Con su dedo que ahora
era un hueso filudo, y empezó a
escribir:
¡”Aquí
yace Jaime Olivares, que murió a la edad de cincuenta y tres años. Mató a su
padre a disgustos, porque deseaba su dinero. Torturó a su esposa, atormentó a
sus hijos, engañó a sus amigos, robó sin escrúpulos y murió en pecado mortal”
Miré
a mí alrededor y vi que todas las tumbas
estaban abiertas. Todos los muertos habían salido de ellas, y que todos
habían hecho lo mismo. Sustituían
lo escrito por la verdad. Leí que todos habían sido malos, deshonestos, qué habían
robado, calumniado, hijos ingratos. Se habían burlado del amor. Todos los que
decían haber sido fieles, no lo fueron, aquellos buenos padres tampoco, todos escribían su verdad, la
cual todo el mundo ignoraba, o fingía ignorar, mientras estuvieron con vida.
Pensé
que también él había escrito en su tumba. Y ahora corriendo con mi corazón
agitado angustiado pasé por tumbas medio
abiertas entre aquellos muertos,
cadáveres y esqueletos que estaban en mi
camino. Lo encontré, estaba igual a cómo
lo había visto apenas dos semanas atrás.
Parado frente a su cruz.
Y
donde decía:
“Amó y murió amando a su mujer”
Ahora
leí:
“Habiendo
salido un día de lluvia para encontrarse con su amada, pilló una pulmonía y
murió.”
Dicen
los que me encontraron al día siguiente abrazada a su cruz, que la tenía agarrada a mi corazón. Dormida, totalmente
fría y a punto de morir entumecida. Eso dicen porque yo, hace tiempo que no se
nada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario